Hay movimientos en Asia

Por Lucas Barreña

Las tensiones generadas por la guerra comercial entre Estados Unidos y China encontraron en este inédito 2020 el punto más álgido de su relación, pasando de un enfrentamiento económico a un ida y vuelta de ensayos y pactos militares en el patio trasero del gigante asiático. Los aranceles globales a la importación de acero y aluminio impuesto en marzo de 2018 por Donald Trump fueron el desencadenante de una seguidilla de barreras impositivas por parte de ambas potencias que se mantiene hasta hoy.

A lo largo de este año, Donald Trump se refirió en varias oportunidades al SARS-CoV-2 como “el virus chino” y, de hecho en su discurso virtual ante la Asamblea General de la ONU en septiembre llamó a “responsabilizar al país que desató esta plaga al mundo: China”, apuntando a la falta de transparencia en la información brindada por el gobierno de Xi Jinping. 

Por parte de Beijing, concentrar sus esfuerzos en la lucha contra la COVID, no significó  descuidar sus intenciones geopolíticas en la región. La imposición de la nueva ley de seguridad de Hong Kong, los enfrentamientos en la frontera con India, la amenaza de invadir Taiwán y la apertura de un nuevo frente comercial con Australia tensaron las relaciones con sus vecinos, que ya miraban con preocupación su política expansionista en el Mar de la China Meridional, donde hace ya algunos años se empeña sistemáticamente en la creación de islas artificiales y usurpación de islas naturales, con miras a futuros establecimientos de bases militares. 

Las intenciones de China, destacada tanto por su potencial comercial como por su habilidad diplomática –ahora discutible ante el endurecimiento para con los países de la región–, encendieron las alarmas en EE.UU., que ven en los chinos un adversario que busca ocupar su lugar como líder económico, tecnológico y político, y que por tanto hay que enfrentar en todos los planos, incluido el militar. Bajo ese paradigma, Washington firmó acuerdos de cooperación militar con India, vendió armas a Taiwán y retomó las maniobras Malabar, ejercicios navales que llevó a cabo en noviembre junto a India, Australia y Japón en el mar de Omán y el golfo de Bengala.

Ante la victoria electoral de Joe Biden, resta saber si la llegada del nuevo inquilino de la Casa Blanca podrá alivianar las tensiones en Asia o si, por el contrario, profundizará los problemas en un mundo que ya tiene demasiados. Es de esperar que, mientras Beijing extienda su área de influencia y Washington siga interpretando la política china como una amenaza a su hegemonía más que el avance de otra potencia con la que se puede cooperar, desde el Salón Oval no permitirán demasiadas concesiones de brazos cruzados.

Xi Jinping o cómo imponer una agenda geopolítica en 2020

La asunción de Xi Jinping como séptimo presidente de la República Popular China, en marzo de 2013, marcó un revés no solo para el gigante asiático, sino también para la dinámica de la política internacional. La apertura económica iniciada por el gobierno de Deng Xiaoping en 1978 se vio acelerada en los últimos años y radicalizada hacia la expansión de otros mercados: China se convirtió en el principal socio comercial de la mayoría de los países del mundo a nivel importaciones, conectó varios puntos del globo con su megainiciativa de la Nueva Ruta de la Seda y apunta a modernizar gran parte del Tercer Mundo con proyectos de infraestructuras como parte de los acuerdos de comercio. Pero su expansión no es solo económica: también lo es geográfica.

Relegada del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF), firmado en 1987 y finalizado en agosto de 2019, China aprovechó todas esas décadas en las que el pacto entre Estados Unidos y la Unión Soviética la exceptuaba de limitar su capacidad militar para rearmar a sus fuerzas, ya sea con la reforma llevada a cabo por Xi Jinping una vez llegado al poder –en la que un recorte de 300.000 soldados le permitió una mayor inversión en tecnología e innovación– como en el  despliegue de numerosas plataformas de lanzamiento de misiles balísticos a lo largo de su línea costera.

Justamente, una de las mayores conquistas de Beijing transcurre en el mar. En los últimos años, China extendió su reclamo de soberanía sobre las islas, arrecifes y atolones que contemplan el Mar de la China Meridional, zona que proclama en su totalidad desde 1947 cuando Japón perdió el control al ser derrotado en la Segunda Guerra Mundial. Los argumentos históricos en los que se basa la demanda pasaron a una fase práctica en donde la militarización se convirtió en estandarte. 

Además de reforzar su presencia en las islas Spratly, Paracel, Senkaku, Natuna y Hanai –entrando en disputa con sus vecinos Brunéi, Indonesia, Malasia, Filipinas, Taiwán, Vietnam y Japón–, una de las maniobras más polémicas del gigante asiático pasa por la creación de islas artificiales y la reconversión de al menos seis arrecifes de coral en enormes bases militares. 

«China se convirtió en el principal socio comercial de la mayoría de los países del mundo a nivel importaciones, conectó varios puntos del globo con su megainiciativa de la Nueva Ruta de la Seda y apunta a modernizar gran parte del Tercer Mundo con proyectos de infraestructuras como parte de los acuerdos de comercio»

Los derechos que generan las islas son, precisamente, lo que a Beijing le interesa. Según la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, aprobada en 1982, un país que es dueño de una isla también tiene soberanía en los 22 kilómetros de lecho marino de su alrededor y, por ende, de sus recursos. Si bien China afirma estar protegiendo sus derechos territoriales, su flota pesquera y utilizar las islas solo para misiones de rescate e investigación, la evidencia de envíos militares preocupa a la región. 

Se estima que por el Mar de la China Meridional transita un tercio del comercio marítimo internacional, el 12% de la pesca global y alberga las cuartas reservas de petróleo y gas del mundo. Tener el control político y militar de aquellas aguas lo convierten a Beijing en un actor trascendental: además de poseer los recursos naturales, administrar la zona que abastece las necesidades energéticas de los principales países del Este de Asia pone a China en un lugar de privilegio y dominación en las relaciones del continente.

El dilema Hong Kong

Los efectos de la agenda geopolítica de Beijing también se vieron reflejados en Hong Kong, la ciudad sureña que fue colonia de Reino Unido durante más de 150 años y devuelta a China en 1997. La declaración sino-británica de aquel año estableció una constitución particular para la región, la Ley Básica de Hong Kong, que además de garantizar libertad de prensa, expresión, religión o derecho a protestar, sentencia que la forma de vida y el sistema capitalista de Hong Kong permanecerán sin cambios por 50 años, funcionando como una democracia autónoma hasta 2047 y en armonía con China bajo el principio “Un país, dos sistemas”.

Sin embargo, en los últimos años Beijing ha reinterpretado la Ley Básica y reclama jurisdicción completa sobre Hong Kong. Un proyecto de ley de extradición a China desató protestas en la ciudad por temor a ser sometidos por el sistema legal de Beijing, lo que supondría el fin de una parte de su soberanía: la judicial.

La represión que continuó a las manifestaciones derribaron también el derecho a protestar y la aprobación de la Ley de Seguridad Nacional para Hong Kong. A principios de julio, terminaron por sepultar cualquier vestigio de autonomía: la nueva normativa criminaliza la secesión, la subversión, el terrorismo y la interferencia extranjera en el territorio hongkonés. Pero el avance final sobre su status de soberanía se dio en noviembre, luego de que cuatro legisladores de Hong Kong fueran expulsados de sus cargos “por razones de seguridad” y otros 15 miembros hayan renunciado como señal de hartazgo, en una maniobra para alertar a la comunidad internacional de que China ya opera su territorio con total impunidad.

Taiwán, el conflicto de nunca acabar

Los lazos históricos con los que objeta tener la facultad para imponer leyes en regiones ajenas a sus fronteras oficiales preocupan también a la isla de Taiwán, que al menos cuenta con la ventaja de estar distanciada por 120 kilómetros de mar. El Estado independiente se separó oficialmente de China en 1950, luego de 20 años de guerra civil. Ambas naciones se autodenominan herederas del gobierno legítimo de China y, de hecho, Taiwán fue considerada como tal por la mayoría de los países occidentales y la ONU hasta 1971, cuando Richard Nixon reconoció al gobierno comunista como la única autoridad legítima. 

Cuando Estados Unidos decidió romper relaciones con la isla, en 1979, también se comprometió a defenderla, pero no fue hasta 2016, con Donald Trump electo, que un mandatario norteamericano mantuvo conversaciones con su homónimo taiwanés. La victoria de la independentista Tsai Ing-wen, además de afirmar los ideales democráticos, provocó el descontento de Beijing y, en consecuencia, el acercamiento de EE.UU. El pasado septiembre el subsecretario de Estado estadounidense Keith Krach se entrevistó con la presidenta taiwanesa en Taipéi, a lo que China respondió con maniobras militares en la zona, acción que realiza con frecuencia como método de presión. La aparición de 18 aviones de combate chinos en el contexto de la visita de Krach condujo a que Taiwán enviase los suyos por considerar la intervención de Beijing como violación de su espacio aéreo, agravando las tensiones en la relación. 

En los últimos años, Beijing ha ofrecido a Taiwán implementar el principio “Una nación, dos sistemas”, similar al que envuelve a Hong Kong, sin embargo, el fracaso de la fórmula para la ciudad autónoma y la desconfianza de Taipéi por interpretar las intenciones de China consolidaron el rechazo a la propuesta y afianzaron la autodeterminación. Las ambiciones de Xi Jinping por recrear una “gran China” lo llevaron a advertir que “utilizará la fuerza militar si las conversaciones diplomáticas no conducen a una modificación sustancial de la actual situación” y a amenazar con “borrar del mapa” a Tsai Ing-wen si se acerca todavía más al poderío militar de EE.UU., que es efectivamente lo que está ocurriendo: en noviembre, desde Washington aprobaron el envío de una enorme operación de venta de armas a Taiwán.

Disputas en la frontera occidental

Lejos de las aguas y cerca de las altas montañas, otro frente que se disputa Beijing pasa por Ladakh, en la disputada región de Cachemira, donde en junio pasado tropas indias y chinas se enfrentaron con palos y piedras en una batalla denominada como “medieval”, que encuentra los motivos de su naturaleza en un acuerdo bilateral de 1996, en el que pactó la no utilización de armas de fuego. Desde mayo, las dos potencias nucleares se cruzaron en varios puntos de su frontera común de 3.500 kilómetros, que nunca fue debidamente delimitada y donde con frecuencia ambos países se acusan mutuamente de traspasar la Línea de Control Actual. Entre las demandas, Beijing proclama la provincia de Arunachal Pradesh, mientras que Nueva Delhi considera suyo el Aksai Chin, una región del noroeste de Tíbet.

Si bien los jefes militares y diplomáticos de la India y China mantuvieron varias rondas de negociaciones para normalizar la situación, un ejercicio militar chino en el que aterrizaron 300 comandos de élite con paracaídas en el Tíbet, en septiembre, volvieron a poner en tela de juicio el enfriamiento de la cuestión. Sumado a esto, la venta de armas a Pakistán desde Beijing y las acusaciones contra China por parte de distintos organismos internacionales por supuestos crímenes de lesa humanidad contra los uigures, etnia musulmana que habita en Xinjiang, en el Tíbet –una provincia china ya de por sí cuestionada desde su anexión a la fuerza en 1959–, hacen creer que el gobierno de Xi Jinping no estaría muy dispuesto a alcanzar la paz en su frontera occidental, ni siquiera con su propia población. 

Por su parte, India no esperará a ser todavía más eclipsada por China como potencia continental y ante la arremetida de Beijing alrededor del Océano Índico ya comenzó a establecer vínculos de seguridad con otros países de la región, como Vietnam, Indonesia, Japón y Australia, también afectados por la política del gigante asiático.

Preocupación con un vecino lejano

El pedido de las autoridades australianas de exigir una investigación sobre cómo surgió el Covid-19 puso al país más grande de Oceanía en la mira de Beijing. Según el primer ministro Scott Morrison, tras tal sugerencia, Camberra sufrió un ataque cibernético que “provino de un sofisticado sistema que sólo puede manejar un Estado”, apuntando indirectamente a China en lo que consideran un intento de robo de información sobre el desarrollo de una vacuna que Australia lleva desarrollando con distintos laboratorios europeos. 

«Se estima que por el Mar de la China Meridional transita un tercio del comercio marítimo internacional, el 12% de la pesca global y alberga las cuartas reservas de petróleo y gas del mundo»

Una segunda consecuencia tuvo lugar en el ámbito comercial: en mayo, Beijing impuso derechos antidumping y antisubvenciones del 80.5% de la cebada australiana –deteniendo un flujo de mil millones de dólares– y, en octubre, suspendió las importaciones de carbón de Camberra. 

Consciente de los recientes movimientos de otros países en su patio trasero, Xi Jinping sabe que las tensiones con sus vecinos han llevado a oscurecer el panorama en el Indo-Pacífico. Si bien en los objetivos de China, está lejos el querer iniciar un conflicto bélico, la presión de Estados Unidos provoca cierta incertidumbre en cuanto a la reacción que podría desencadenar el agravio de la situación. Puede que por ello el mandatario chino les haya pedido a sus tropas, en su visita a una base militar en Guangdong en octubre, que “pongan toda su mente y su energía en la preparación para la guerra”, además de llamar a los soldados a que se mantengan “en estado de alerta máxima” y fueran “absolutamente leales, puros y confiables”. En diálogo con ABC, el ministro de Exteriores de Taiwán, Joseph Wu, resaltó el estado de su conflicto: “Hay posibilidad de guerra con China, pero tratamos de evitarla”. Y de eso se trata. Pero no todo lo decide Taipéi.

Ejercicios navales, venta de armas y alianzas militares: el cerco de EE.UU.

Hace ya varios años que Washington concibe a China como una amenaza, incluso antes de vislumbrarla como una potencia en expansión. Esta sensación explica, en parte, por qué el Ejército de Estados Unidos tiene una fuerte disposición militar en el este de Asia, contando con más 200 bases e instalaciones militares, la mayoría de ellas en Japón (112) y Corea del Sur (83). Además de la presencia de la Flota del Pacífico de la Armada estadounidense en el Mar meridional, que funciona como contrapeso de la hegemonía china en la región, realiza las operaciones FONOP (Freedom of Navigation Operations), un programa surgido en 1979 para asegurar la libre circulación de embarcaciones. 

Pero más allá de las maniobras militares que Washington lleva hace décadas alrededor de Beijing, las previsiones del presupuesto de la Casa Blanca para 2021 y las declaraciones en el Congreso de diversos altos cargos militares evidenciaron la intención norteamericana de volver a ser potencia hegemónica en el Pacífico como método de disuasión.

La presencia naval estadounidense en la zona aumentó este 2020 en medio de acusaciones de que Beijing aprovechaba el contexto de pandemia para extender su área de influencia y ante las arremetidas chinas en Taiwán, Hong Kong y las islas del Mar meridional. Es habitual que Washington navegue por el Estrecho de Taiwán, generando reclamos por parte de China, que a menudo despacha barcos o aviones para vigilar a los buques estadounidenses al considerarlos provocativos, pero en junio pasado la Marina de EE.UU. decidió redoblar la apuesta: envió un destructor de misiles guiados a través del estrecho y efectuó la llegada de los portaaviones USS Ronald Reagan y USS Theodore Roosevelt –con más de 60 aviones cada uno– a patrullar el Pacífico occidental, que se sumaron a las navegaciones del USS Nimitz, en el este, y del USS Mustin, que circunda las islas Paracel.

En Taiwán fue donde más se incrementó la presencia militar de Estados Unidos. Desde el final de sus relaciones diplomáticas, en 1979, y su posterior compromiso de defender la isla de Formosa, Washington se ha convertido en un seguro de supervivencia para Taipéi, aunque los intereses estadounidenses de frenar la expansión de Beijing transformaron a la relación paternal en simbiótica. En ese contexto, en octubre, el Departamento de Estado de EE.UU. aprobó una posible venta de 100 sistemas de defensa costera Harpoon a Taiwán por un valor de 2.370 millones de dólares y, semanas más tarde, ya en noviembre, la operación se efectuó en una transacción final de 1.800 millones de dólares por un sofisticado sistema de armas que incluye misiles teleguiados, sensores y artillería pesada. Las autoridades chinas respondieron a esta venta de armas con sanciones comerciales a las empresas Lockheed Martin, Boeing y Raytheon, vinculadas al acuerdo.

A la intervención naval en el Mar de China Meridional, la indirecta participación con la venta de armas a Taiwán o las sanciones económicas a las instituciones financieras que atentan en Hong Kong hay que sumarle la presencia estadounidense en el frente occidental, en pos de proteger también los intereses de India. La avanzada de Beijing en Ladakh y el peligro que representa el poderío de su ejército llevaron a Nueva Delhi a buscar mejorar su capacidad militar. A fines de octubre, India realizó una prueba del misil de crucero supersónico BrahMos en el Mar Arábigo –cuya función se centra en la destrucción de objetivos terrestres y militares– y, junto a EE.UU., elevaron una alianza militar con la firma del Acuerdo Básico de Intercambio y Cooperación Geoespecial (BECA, por sus siglas en inglés) con el que las Armadas de las dos naciones tendrán acceso a precisos datos satelitales, tecnología bélica de alta gama y la provisión de compartir información clasificada entre ambos.

La firma del BECA se enmarca en el acercamiento militar de Washington al Indo-Pacífico, donde en noviembre se llevaron a cabo las operaciones navales conjuntas “Malabar”, en la que los miembros de la agrupación informal conocida como Quad –India, Japón, Australia y Estados Unidos– realizaron maniobras militares en el mar de Omán y el golfo de Bengala como mecanismo disuasivo ante el avance chino en las aguas. Estos ejercicios, que se iniciaron en 1992 como una actividad bilateral entre Washington y Nueva Delhi, agruparon este año a otras dos potencias recelosas ante el aumento de la influencia del gigante asiático. 

Considerada por Beijing como una «coalición anti-china», Australia y Japón se vieron prácticamente obligadas a participar: Camberra, que no formaba parte de Malabar desde 2007, sintió la necesidad de intervenir ante las arremetidas chinas en lo comercial y cibernético, mientras que Tokio, que desde la Segunda Guerra Mundial su defensa depende de Washington, sacó provecho de una agrupación que puede velar por sus preocupaciones luego de años de denuncias contra invasiones chinas en sus aguas. Ambas naciones, de hecho, anunciaron en noviembre la firma de un acuerdo bilateral para el intercambio de tropas entre sus territorios y la participación de entrenamientos y operaciones conjuntas.

Del otro lado de la contienda, el silencio con el que se manejan las decisiones políticas dentro del Partido Comunista Chino deja la puerta abierta a la incertidumbre en cuanto a la reacción que podría generar este cerco estadounidense en su patio trasero. La presencia militar de Washington y sus aliados pueden tanto neutralizar las tensiones como también llevar a Beijing a reforzar su control en la región, donde la problemática entraría en un agraviado espiral.

En búsqueda de una solución diplomática

Los astronómicos gastos en defensa de Washington no son comparables con ninguno de los demás actores envueltos en la contienda –por más que Beijing incremente año tras año su capacidad militar e India posea armamento nuclear–, pero el peligro de incentivar la participación de países aliados puede significar un gran problema a la hora de mantener la armonía en la región, donde desactivar cualquier vestigio de guerra dependería de la buena voluntad de aún más jefes de Estado.

«A la intervención naval en el Mar de China Meridional (…) hay que sumarle la presencia estadounidense en el frente occidental, en pos de proteger también los intereses de India»

Cuando el nuevo inquilino de la Casa Blanca asuma en enero de 2021, los intereses nacionales de Washington otra vez estarán centrados en mantener la hegemonía en todo el planeta en materia económica y militar, por lo cual puede que el aislamiento creado por su antecesor –tanto con la salida de tratados de clima y comercio como con el retiro de soldados de Medio Oriente– sea desmantelado en cuestión de semanas. Ante esto último, irónicamente, Biden tiene la oportunidad de reposicionar y aumentar sus tropas en una eventual escalada en el Indo-Pacífico, de los pocos lugares del mundo que nunca quiso abandonar Trump y que posiblemente no desatienda la agenda política de Biden, a pesar de su aparente diplomacia.

Del otro lado de la contienda, la organización política de Beijing, enmarcada en el unipartidismo del Partido Comunista Chino y la eterna presidencia de Xi Jinping, permiten delinear determinadas políticas a largo plazo sin depender de los vaivenes de la jefatura de Estado. En ese contexto, a fines de octubre, el Comité Central del PCCh redactó el XIV Plan Quinquenal, que marcará el rumbo de la economía hasta 2025. Además, los políticos chinos también trazaron la ruta de desarrollo del gigante asiático para los próximos 15 años, donde dieron a conocer objetivos para 2035 entre los que se encuentran  “convertirse en un líder mundial en innovación», «lograr un nuevo proceso de industrialización y urbanización» y garantizar la existencia de un «imperio de la ley». En materia bélica, el plan llamado “Visión 2035” afirma el compromiso de transformar al Ejército Popular chino en una fuerza moderna y dotada de alta tecnología, incluso mejorando la capacidad que ya tiene.

A pesar de la incertidumbre que depara el futuro para las tensiones en el Indo-Pacífico, lo cierto es que los movimientos alrededor de China son más bien de la actualidad. Si bien ni Beijing ni Washington parecen tener en mente ceder el control de una de las partes más importantes del mundo, por donde circula un tercio del comercio marítimo global, una potencial escalada militar no sería la mejor opción. La vía diplomática entre las dos superpotencias, por más que sentencie a ganadores y perdedores –pues volver a la situación inicial también implicaría cierta derrota para alguno de los dos–, supondría la paz para las miles de millones de personas que habitan la región.

De todos modos, muchas veces las resoluciones de los conflictos pasan por alto aquel derecho tan básico y humano como lo es garantizar la seguridad y la guerra aparece errónea como un fantasma que todo lo puede curar. A día de hoy la posibilidad es muy remota, pero en un año conmovido por lo incierto no es inútil dejar margen para la impredecibilidad. Que no sea esta ocasión.


Lucas Barreña es Licenciado en Periodismo por la Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV) Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: lucasnbarre@gmail.com.


Las opiniones expresadas en esta publicación son responsabilidad exclusiva de los autores y no reflejan necesariamente las de Síntesis Mundial.

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